LA TURQUESA Y EL SOL (2003)

Nombre del ilustrador : Guiomar Mesa - Alejandro Salazar
Año de publicación : 2003
Lugar de publicación : La Paz
Editorial : Editorial Gisbert y Cia. S.A.
Colección : ---
Número de edición : Cuarta Edición
Número de páginas : 364
ISBN : 978-99954-862-4-2
Depósito Legal : 4-1-749-13
Premios y distinciones :
Obra seleccionada en el libro "300 Libros Iberoamericanos para niños y jóvenes, recomendados por el Plan de Lectura" del Ministerio de Educación de Argentina, (2011).

NOVELA JUVENIL. Una chiriguana es llevada prisionera junto a su padre hasta la ciudad del Cuzco. Allí conocerá al joven inca Paullu, con quien vivirá varias aventuras en la época del Inca Guayna Capac.

LA TURQUESA Y EL SOL

La Turquesa y el Sol, una historia para los jóvenes que se atrevan a ser partícipes de la más increíble y peregrina historia del imperio inca. Es una novela juvenil que rescata la historia del Imperio Incaico con una visión del siglo XXI, donde la libertad de las personas y la equidad de género son temas importantes. Se trata de un imperio guerrero y conquistador que no permite un solo paso en falso fuera de los límites impuestos por una organización impecable. De la impresión de aquellos prisioneros que llegan a la capital del imperio, despojados de su libertad y sometidos a normas inquebrantables, que sin duda admiran, pero que paradójicamente también rechazan. Y una mitología en la que los dioses son humanizados con el propósito de intervenir en la vida de sus protegidos, lo que le da a la novela un toque de humor, ficción y magia que suavizan la seriedad del argumento histórico.

La vida de una joven chiriguana cambia completamente cuando los guerreros del inca Guayna Capac la toman prisionera y se la llevan a la ciudad del Cuzco. Allí conoce a Paullu, un joven de la nobleza incaica, con quien vivirá aventuras inolvidables. La intervención de los dioses andinos en las vidas de ambos jóvenes, le imprime a la novela un toque de magia, fábula y encanto dentro del contexto histórico de principios del siglo XVI.

Rompiendo con las formas tradicionales de la narración, la autora relata en tres voces que pertenecen a épocas distintas los acontecimientos históricos más importantes del imperio que se desarrollan en medio de la cotidianeidad de las costumbres incaicas. La distribución de los capítulos en pares en impares propone un paralelismo de acciones, en espacios distintos, entre la vida de los humanos y la de los dioses. La obra incluye un glosario, dos cuadros explicativos sobre la dinastía inca y 17 ilustraciones de Guiomar Mesa y Alejandro Salazar.

 

 

Fragmentos

III     LA CHIRIGUANA

 

Ha expresado muy bien, Vuestra Merced, el encuentro entre los amigos hasta que el capitán despidió al mochacho, pues no teniendo del todo por cierto y por claro cómo los ingas actuaban en el imperio, Paullu quedóse con muchas preguntas en la mollera. Pero dejemos los comentarios inciertos y veamos lo que Paullu se propuso de hacer en cruzando el barrio de Amarucancha o el de las culebras grandes para informar de la significación deste nombre.

 

Paullu caminaba pensativo y preocupado por las calles del Cuzco. No entendía por qué todos debían pensar igual. No estaba muy seguro de si estaba de acuerdo con lo que se hacía en el imperio o no. Ni siquiera sabía si podía sentirse orgulloso de ser un inca para compartir el mismo sentimiento, o siquiera parecido, al que tenía su amigo. Para Yasca, servir al ejército de Guayna Capac era lo máximo y ser uno de los capitanes del imperio era como ser en parte dueño del incario. ¿Sería Paullu el único que pensaba diferente? ¿O es que el miedo mantenía la boca cerrada de muchos otros jóvenes como él?

 

¿Y a tiempo de continuar el relato, hágame saber por qué ese Paullu tenía un pensamiento distinto al resto de los mochachos incas?

 

Es menester una pausa, señor escribidor, que dicho sea que en la vida del joven Paullu, cuando era aún niño, por la voluntad de su padre el Inga Guayna Capac, tuvo el tiempo y ocasión, él y sus hermanos, de acompañar al ejército a una provincia del norte, llamada de Cayambes, cuyos naturales habían dado mucha dificultad al imperio. Mientras los soldados de su padre arremetían al pueblo con lanzas y flechas, tuvo Paullu el mal agüero de ver a un niño de su edad mesma que le mataban a la madre, y de ver que mientras su madre era muerta miraba el niño a Paullu sin levantar la vista de los ojos de aquel. Vio también que se llevaron a las hermanas para la Casa de las Vírgenes y abandonaron al pequeño con el cuerpo de la madre. Los guerreros ingas pusiéronle fuego al pueblo por todas partes matando y prendiendo los que quedaron dentro. Fue la mayor pena que nunca tuvo Paullu y se propuso no olvidarla.

            Pero no se aparte ni distraiga el lector con otra historia, que la que nos atañe agora recién está por comenzar.

 

Estaba Paullu con esos pensamientos dándole vueltas en la cabeza, cuando de pronto escuchó el sonido de una suave pisada sobre algunas hojas secas. Paró su marcha, dio vuelta la cabeza a uno y a otro lado, asegurándose de que nadie más que él estaba por allí, y continuó su camino. Nuevamente sintió el crujir de ramas secas, pero esta vez con tres o cuatro pisadas sobre ellas. Detuvo nuevamente el paso y decidió ir hacia donde el sonido lo guiaba. Aguzó la vista y el oído, y de pronto vio la silueta de una sombra cruzar veloz delante de él perdiéndose en la oscuridad de la noche. Paullu decidió perseguir al fugitivo para ver qué se traía entre manos. La sombra se precipitó por una de las callejuelas que desembocaban en la plaza principal de Haucaypata, pero era tan rápida que a Paullu, aun con el entrenamiento que le habían dado los maestros, le costaba seguirla. Una vez en la plaza, la sombra se detuvo un momento pensando por dónde escapar y Paullu aprovechó para acortar el tramo que los separaba. El joven inca saltó sobre uno de los muros que protegía un grupo de casas con elevados techos de paja, atravesó el patio central y dio un nuevo brinco sobre el muro opuesto cayendo sigilosamente sobre la calzada paralela a la anterior. Viendo al fugitivo emprender la huida hacia los barrios del norte, cruzó la plaza y cuando lo tuvo cerca se lanzó sobre él sin pensarlo dos veces. Éste trató de escabullirse y hubo un forcejeo entre los dos, pero, como una serpiente de piel resbalosa, la sombra se liberó de su opresor escurriéndose debajo de su cuerpo y comenzó a correr nuevamente. Paullu también salió corriendo detrás de ella, pero ésta, con una agilidad felina, trepaba por los muros y saltaba de un lado a otro con una facilidad impresionante. Paullu logró alcanzarla por segunda vez y volvió a caer sobre la negra silueta rodando ambos por un promontorio de tierra. Cuando llegaron al final de la pendiente, Paullu se montó sobre aquel cuerpo y sujetó firmemente ambas muñecas inmovilizando los brazos mientras el sujeto trataba de zafarse de la humanidad del indígena lanzando patadas a diestra y siniestra. Como no lograba su objetivo recurrió luego a los mordiscos y escupitajos. Paullu aguantaba sin soltar las muñecas del insólito prisionero y recobrando el aliento de la fatiga gritó:

—¡Basta!, ¡basta ya, quienquiera que seas!

            Ante la voz impositiva de Paullu, el sujeto calmó el ánimo, dejó las patadas y el movimiento del cuerpo cesó, aunque todavía soltaba uno que otro gemido que más parecía el gruñido de un animal salvaje que voz humana. Cuando el hombre se hubo sosegado por completo, Paullu intentó identificar a su víctima. La pálida luz de la luna llegaba a revelar parte del rostro del prisionero cubierto por varios mechones de cabellos revueltos y pegados entre sí. Paullu liberó lentamente uno de los brazos del prisionero cuidando de tener la situación bajo control y luego le retiró los cabellos de la cara. Grande fue su sorpresa cuando vio que él no era él, sino que era ella. Estaba tan atónito ante el hallazgo que comenzó a soltar a su víctima poco a poco y luego levantó delicadamente su cuerpo del cuerpo de la mujer, pidiéndole con palabras y gestos que no se escapara, que él no pensaba hacerle daño. Ella también se levantó y cuando el inca pudo verla completamente, vio que se trataba de una chiquilla de unos catorce años, delgada, tan delgada que los huesos de sus clavículas salían como puntas de lanza, y con un tapa rabo como única prenda de vestir. El pelo negro largo, muy largo, caía desgreñado sobre los hombros y pechos desnudos, su piel tenía una tonalidad más bien amarilla que morena y dos enormes ojos rasgados miraban a Paullu desconcertados.

—¿Quién eres? —preguntó el joven sin salir de su asombro.

            La niña miraba a Paullu inmóvil, sin decir una palabra.

            —Tú debes ser una de las prisioneras que llegó hoy con el ejército. Detrás del cacique vi a muchos como tú. ¿Pero, de dónde saliste? ¿Qué haces sola por las calles?

         La muchacha seguía como una piedra, sin contestar a ninguna de las preguntas de Paullu.

            —¡No, no puede ser! Es imposible que la hayan liberado —decía para sí Paullu en voz alta—. Lo más probable es que haya escapado, pero ¿de dónde? Escucha, tú no puedes andar suelta por la ciudad —le dijo Paullu vocalizando palabra por palabra como para que ella pudiera comprender—. Si alguno de los guardias te ve, no vivirás para contarlo.

            Paullu no sabía qué hacer. Daba vueltas haciendo reflexiones en voz alta e intentaba sacar alguna palabra de la boca de la niña que sólo atinaba a mirarlo sin pestañear. De pronto, se escucharon los pasos rítmicos de la guardia real que venía hacia ellos. Paullu tomó del brazo a la extraña, la escondió detrás de unos arbustos que crecían al lado de aquel promontorio de tierra y se sacudió de todo el polvo que tenía encima.

—Hola, Paullu, ¿qué haces? —preguntó uno de los soldados.

—Regresando a casa, vengo de ver a Yasca—contestó el joven tratando de despachar la conversación lo más rápido posible—. ¿Y ustedes? ¿De rutina?

—Ojalá fuese rutina. Se escapó una de las prisioneras chiriguanas del Acllahuasi, de las que llegaron hoy del Collasuyo. No debe andar muy lejos, ya la encontraremos y no te digo lo que...

—Sí, Guamán, no tienes que decirme lo que sucederá —interrumpió Paullu—, pero los dejo con su trabajo que yo estoy muerto de sueño.

            Paullu hizo una seña de despedida con la mano, el ademán de continuar su camino y cuando se aseguró que los guardias habían doblado la esquina próxima se acercó rápidamente a los arbustos y de un jalón violento sacó a la chiriguana del escondite.

            —¿Tienes idea de lo que les pasaría a las muchachas incas, por ejemplo, si escaparan de la Casa de las Vírgenes del Sol? —dijo Paullu en tono de enojo—. Las matarían sin escuchar razones, ¿entiendes? —continuaba Paullu zarandeando a la muchacha por ambos brazos—. Entonces, ¡imagínate lo que harán con una vulgar prisionera como tú! Si te encuentran, niña sin habla, ¡te van a deshollar viva! —insistía sacudiéndola como si fuese un trapo en un tendedero.

            El joven inca hizo una pausa, volteó los ojos hacia el firmamento y dijo:

            —Lo único que puedo hacer es devolverte al Acllahuasi intentando simular que nunca saliste de allí.

            Concluyó la frase y estaba arrastrando a la joven calle abajo cuando la niña salvaje dio un grito desconcertando a su protector:

            —¡No quiero volver!

            —¿No era que no comprendías el quechua? —protestó Paullu tapando la boca de la niña con su mano—. Y yo, como un tonto haciendo mil preguntas, hablando conmigo mismo y ahora resulta que tú conoces mi lengua. ¡Maldita sea! ¡Quién me llama a meterme en lo que no me importa!

—¡No volveré a la prisión de mujeres! —volvió a gritar la muchacha.

            Paullu tapaba nuevamente su boca, esta vez con ambas manos como para que su interlocutora comprendiera que no debía gritar. Luego se acercó a su oreja y le dijo susurrando, pero en tono de pocos amigos:

            —En primer lugar, si vas a hablar tendrás que hacerlo en voz baja porque despertarás a toda la ciudad y no te cuento lo que nos espera a los dos. Quiero que entiendas bien lo que voy a decirte. ¡No te queda otra salida que aceptar mi propuesta o caer en manos de los guardias!, porque tarde o temprano, muchachita salvaje, te encontrarán y nadie salvará el poco pellejo que tienes.

            Parecía que la niña había comprendido el mensaje, pues estiró su brazo como para que Paullu lo tomara y la guiara hasta el Acllahuasi donde las mujeres destinadas al Sol vivían en comunidad.

            Teniendo cuidado de no ser vistos, Paullu y la chiriguana cruzaron una vez más la plaza de Haucaypata y enseguida entraron al barrio del Acllahuasi que justamente llevaba este nombre porque en él se encontraba ubicada la casa dedicada a las Vírgenes del Sol. Los dos muchachos llegaron al recinto sagrado y Paullu condujo a su acompañante hasta la parte trasera del mismo. Una vez allí, juntó ambas manos, las puso cerca de su boca, sopló con destreza y un sonido parecido al de un búho se dirigió hacia una de las ventanas. Una luz tenue pareció encenderse y después de un tiempo de espera, apareció por una de las puertas traseras la silueta de una mujer...

 

¡Deténgase, señor escribidor! Que a la que agora se refiere Vuestra Merced es a la mesma que habla, viste y calza. Y mientras acontecía lo que se ha dicho, permítame, Vuestra Merced, que interrumpa el relato y explique al lector de cómo tuve yo mi parte desta historia.

 

¿Es decir que también su merced, señora mía, es parte importante de esta historia?

 

¡Así es! Al menos en cada provincia, en los lugares más señalados había de haber una casa en la cual estaban dos géneros de vírgenes, unas ancianas llamadas mamaconas y otras niñas. Yo era una de las viejas que no servían sino de enseñar a las novicias, que de edad de ocho años las admitían en el recogimiento, donde se criaban hasta los quince o dieciséis años. Hacíamos el oficio de maestras para enseñarlas así en el culto divino como en las cosas que hacían de manos para su ejercicio como hilar, tejer y elaborar chicha.

 

¿Y Vuestra Merced conocía a Paullu?

 

Y prosiguiendo con el hilo de la historia diré también que la madre de Paullu era compañera mía en el Acllahuasi hasta que Guayna Capac mandóla ser su mujer y que yo guardaba una gran estima por su mochacho. ¿Y qué lo hace detenerse, narrador?, que llevo prisa para dar a conocer al lector lo que en adelante aconteció y ¡tenga Vuestra Merced cuidado con la descripción que vaya a hacer de mi persona!

 

Se trataba de una de las mamaconas más respetadas del Acllahuasi, pues tenía muchos años en la casa enseñando a las novicias. Era una mujer grande y gorda, muy gorda, el pelo entrecano con algunos resabios de haber sido negro durante su juventud, la voz aguda y alegre. Nunca había sido escogida como concubina del Inca y por esa razón, como mandaba la ley, se quedó en el Acllahuasi guardando perpetua virginidad como correspondía a las mujeres dedicadas al Sol hasta que la muerte las recoja.

            Viendo la silueta de Mama Cora, que así se llamaba la anciana, corrió Paullu a su encuentro dejando a la niña de cuclillas contra uno de los muros del Acllahuasi para que nadie la viera. El joven le contó a la mujer su encuentro con la fugitiva y le pidió que la recibiera nuevamente, que su vida corría serio peligro con los guardias buscándola por toda la ciudad.

—Pero hijo, ¡Tú debes estar loco! ¿Te das cuenta de lo que me estás pidiendo? Es un riesgo absurdo el que vamos a correr tú y yo. ¿Qué nos puede importar esa muchacha? Una prisionera más o una menos no hace la diferencia.

—Lo sé, Mama Cora —insistió Paullu con voz suplicante—, entiendo, pero algo me dice que esta niña no debe morir. Tú simplemente simulas que ella nunca salió de aquí, que todo fue una terrible equivocación y que la encontraste en tu cuarto, en la cocina, qué sé yo abuela, donde se te ocurra; inventas si es necesario.

—No sé cómo lo haces, pero siempre logras convencerme —dijo resignada la anciana—. Escucha bien, Paullu. Haremos lo siguiente. La única manera de que ingrese al Acllahuasi es a través de la ventana de mi celda, tú sabes dónde queda, ¿verdad? Está bastante arriba, Paullu, y cómo trepa o cómo la metes tú, ese es tu problema.

—Después de haber visto lo que he visto hace un momento, ten por seguro abuela que ese no será ningún problema para la extraña —dijo Paullu—. “Ya quisieran mis maestros tener una discípula como ella” —murmuró Paullu para sí.

—De acuerdo, hijo, espera que yo entre primero, me das un tiempo para que llegue hasta mi habitación y cuando escuches la señal haces lo tuyo.

            Paullu agradeció a la anciana con un fuerte abrazo. Luego se dispuso a regresar al lugar donde había dejado a la salvaje, pero recordó que había olvidado decirle algo a la vieja mamacona. Dio la vuelta instintivamente hacia ella y le dijo casi en un susurro:

—Mama Cora, no quiero engañarte, pero esta nueva adquisición te va a traer algunos problemas.

—Pero qué me dices Paullu, ¡muchacho engendro del mismo Pachacamac!, te deshaces del bulto y me lo enganchas a mí. ¡Ya verás sinvergüenza cuando te agarre!

            Paullu salió corriendo sin querer escuchar los improperios que la mamacona seguía musitando sin poder gritarlos y luego la silueta de la mujer desapareció en el patio trasero de la casa.

 

 

 

El joven recogió a la niña que no se había movido ni un palmo del lugar donde la había dejado y la llevó con paso sigiloso hasta llegar cerca de la ventana que daba al cuarto de la anciana. Esperaron un tiempo, la luz se apagó y unos minutos más tarde vino la señal, un sonido como el grito de un halcón se escuchó en la silenciosa noche. Paullu comprendió que el momento había llegado. Se adelantó unos pasos sujetando la muñeca de su cautiva y mirando a ambos lados, por si alguien venía, cruzaron un pequeño corredor hasta que Paullu señaló la ventana correcta que estaba a unos dos metros y medio del suelo.

            —Tienes que trepar hasta allí, ¿entiendes lo que te digo? —dijo el joven mirando directamente a los ojos de la desconocida—, ¿entiendes lo que te digo? —repitió el joven inca—. ¡Vamos! Yo sé que tú puedes hacerlo.

            La muchacha levantó la cabeza dirigiendo su mirada hacia la ventana, la volvió a bajar y dijo tímidamente:

—Yo subo como gato montés y entro por la ventana.

            —¡Exacto! —afirmó Paullu contento de que la pequeña hubiese comprendido el mensaje—. Allí dentro te espera mi amiga Mama Cora. No tengas miedo, ella te protegerá y tú harás lo que ella te diga. ¿Has comprendido?

            —He comprendido —respondió la salvaje ingenuamente—. Yo haré lo que ella diga.

            Paullu se puso de cuclillas sobre el muro y juntando ambas manos con las palmas hacia arriba le pidió a la chiriguana que pusiese el pie sobre ellas, de esa manera él le daría el impulso necesario para que trepe por la pared. La niña entendió rápidamente lo que quería el joven y con el impulso de los brazos de Paullu la muchacha comenzó a trepar cual felino mismo. Sujetaba las manos en las hendiduras que unían una piedra con otra y colocaba hábilmente sus pies en las esquinas salientes de algunas rocas para no perder el equilibrio. Una vez que hubo alcanzado la ventana con las manos y se preparaba a balancear el cuerpo para introducirse en ella, se oyeron varios pasos desacompasados que venían por el mismo callejón donde daba la ventana de la celda de la anciana. Con el sonido de las voces y el miedo de ser atrapada, el cuerpo de la muchacha quedó colgando, apenas sujeto del vano de la ventana por sus debiluchos brazos. Paullu la vio, iba a gritarle algo pero sintió a los guardias y corrió a ocultarse detrás del tronco de un grueso molle que adornaba la parte trasera del Acllahuasi. Los guardias se detuvieron a conversar justo debajo de la ventana de Mama Cora, mientras la chiriguana mantenía la respiración pausada y la inmovilidad, sujeta apenas a la ventana y con los pies colgando. Los latidos del corazón de Paullu se aceleraban cada vez más hasta casi reventar su pecho, pues no creía que la niña pudiera resistir mucho más. En cualquier momento, pensaba el joven inca, alguno de ellos podría mirar hacia arriba y él tendría que dejar la suerte de la joven en manos de los soldados reales sin poder hacer nada. Finalmente, los guardias emprendieron nuevamente su camino rutinario y la muchacha pudo entrar por la ventana. Cuando Paullu la vio desaparecer, se quedó pasmado. No podía creer que en tan poco tiempo hubiera puesto en riesgo la vida de Mama Cora, la de la prisionera y, por si fuera poco, su propia vida y sin razón alguna. “¿Pero desde cuándo, Paullu amigo, es que has decidido actuar como un verdadero imbécil?”, se decía a sí mismo reflexionando sobre las muchas posibilidades que existieron en solo una noche para que lo detuvieran por colaborar con los prisioneros. ¿Qué poderosa razón lo había llevado a salvar la vida de una muchacha que nunca había visto en su vida y que ni siquiera era de su pueblo? La respuesta, una y otra vez era la misma, ninguna.

Ilustraciones